Compartiendo diálogos conmigo mismo

La fuerza del amor de Dios

Víctor CORCOBA HERRERO

corcoba@telefonica.net

(El vigor beatífico nos vivifica cada día, nos llama a ser inspiración vivaz y a llamear en el silencio del gozo, refugio dotado de hermosura celeste, donde Cristo está entre nosotros; reviviéndonos bajo el horizonte de la palabra y renovándonos en la verdad, que no es otra que apagar la hoguera del mal y encender el alumbrado del alma, sobre el olmo de la lumbre del bien).

I.-  LA VISIÓN PRINCIPIANTE

Un etéreo soplo nos hace ver todo,

de manera distinta y jamás distante.

De un modo personal nos envuelve,

nos fragua en el amar y en el amor,

bajo la atenta mirada de Jesucristo.

Él nos muestra por dónde caminar,

qué sendas tomar y cómo hacerlo,

por dónde arrancar el movimiento,

incentivar posturas y composturas,

tejer y destejer andares del mundo.

Lo importante es aprender a oírse,

a escucharse y a recogerse consigo,

extendiendo la mano a los demás,

para liberarnos del espíritu egoísta,

y someternos a la novedad del ser.

II.- LA FUERZA VIVIFICANTE

Llenos de la energía divina, vamos

hacia el Padre con el Hijo de guía,

siguiendo sus huellas de luz y vida,

haciendo memoria de su evidencia,

en constante acción y en donación.

Crecidos por el amor de amar amor,

podemos ser signos e instrumentos

del Creador, que nos enseña a estar,

unidos de espíritu y reunidos con Él,

en paz con uno mismo y los demás.

Con este naciente vocablo universal,

nada se resiste y todo se manifiesta,

hasta el aire se reviste de un aliento,

que nos clarifica nuestros interiores,

y nos esclarece para sentirnos libres.

III.- LA INMERSIÓN REGENERANTE

La misión del Redentor no perece,

está orientada a conceder el hálito

Omnipotente, a los seres humanos,

a renacerlos en su gran hermosura,

en su baño de recobro y salvación.

El vigor glorioso bendice al cuerpo,

un cuerpo que se licua en nosotros,

un nosotros que requiere al Señor,

que ha descendido para acogernos,

y que ahora elevado nos reconduce.

Tan sólo hay que dejarse conducir,

transferirse al gozo, sentar alegría,

asentar con fe un renacido pleamar,

con creciente marea de entusiasmo,

y progresiva efusión de encuentros.  

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