Nudo gordiano

El pacto de El Ratón

Yuriria SIERRA

La declaración de culpabilidad de Ovidio Guzmán López ante un tribunal federal de Chicago marca un punto de inflexión en la compleja relación entre México y Estados Unidos, donde la lucha contra el narcotráfico se entrelaza con una crisis migratoria, aranceles de 25% y una diplomacia global fracturada. Este movimiento no es sólo un giro judicial, sino una jugada estratégica en el tablero geopolítico bilateral.

Para Washington, el acuerdo —que incluye la revelación de operaciones de tráfico de fentanilo y nombres de cómplices— representa una victoria táctica. Refuerza la narrativa de “mano dura” de la administración Trump contra los cárteles, justifica los aranceles impuestos como presión efectiva y proyecta la imagen de un gobierno que cumple promesas ante su base electoral.

Sin embargo, detrás del triunfalismo hay un cálculo más oscuro: la información que Ovidio podría proporcionar sobre las redes de corrupción en México, incluyendo presuntos vínculos con funcionarios de Morena, ofrece a Estados Unidos una palanca adicional en futuras negociaciones, especialmente en un contexto donde la crisis migratoria y los aranceles comerciales han tensado la relación al límite.

En México, el pacto resuena como una amenaza de doble filo. Aunque el gobierno de Claudia Sheinbaum ha colaborado en extradiciones y operativos conjuntos, la posibilidad de que las declaraciones de Ovidio expongan a actores políticos o funcionarios cercanos al poder podría desestabilizar su administración.

La reciente detención de Alberto Granados, alcalde de Matamoros vinculado al Cártel del Golfo, ya demostró la voluntad de Estados Unidos de señalar conexiones entre el narco y figuras políticas mexicanas. Este escenario se agrava mientras México enfrenta aranceles que podrían costarle más de 10,000 millones de dólares anuales y exigencias migratorias cada vez más agresivas, como el despliegue de la Guardia Nacional en la frontera sur para contener flujos de Centroamérica.

El timing del proceso judicial no es casual: la audiencia de Ovidio se reprogramó para julio, el mismo mes en que Trump ha amenazado con intensificar los aranceles si no hay “resultados concretos” en el control migratorio. La declaración de culpabilidad funciona así como moneda de cambio en una negociación asimétrica. Estados Unidos exhibe éxitos antinarcóticos para legitimar su política de coerción económica, mientras que México intenta evitar sanciones demostrando colaboración judicial y operativa.

Pero este trueque implica riesgos monumentales. Para Sheinbaum, cualquier revelación de Ovidio (sea verdad o mentira) que implique a su gabinete sería catastrófica, pues alimentaría la narrativa de que los gobiernos de la 4T toleran la infiltración del crimen organizado. Para Trump, reducir la pena de un narcotraficante condenado por distribuir fentanilo —responsable de decenas de miles de muertes anuales en EU— podría criticarse como hipocresía, aunque su base electoral probablemente celebrará el gesto como un triunfo contra “enemigos externos”.

Este caso sienta un precedente peligroso: la justicia estadunidense se consolida como herramienta de presión geopolítica. Al ofrecer acuerdos a capos a cambio de datos que debiliten a gobiernos incómodos, Estados Unidos redefine las reglas de injerencia selectiva.

México, por su parte, queda atrapado entre la espada de los aranceles y la pared de la soberanía judicial. La crisis bilateral ya no se limita a disputas sobre tratados o muros fronterizos: ahora se libra en tribunales extranjeros, donde sentencias y confesiones pueden alterar presupuestos nacionales, elecciones y equilibrios de poder. Mientras Ovidio Guzmán negocia su condena desde una celda en Illinois, ambos países aprenden que, en el siglo XXI, hasta los narcotraficantes son peones en la guerra por el dominio global.

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