Flarf
Jaime Obispo
Queridos amigos, no hace falta reventar las estéticas, ya han sido reventadas demasiadas veces. Nuestros empeños infantiles en pisar sus tristes cadáveres, para demostrar que la sangre de la juventud de las almas que poseemos hierve cual magma del volcán de Colima, no hace sino demostrar el ansia de atención que nos corroe, atizada en un mundo cada-vez-más-individualista.
Envejecer con las suficientes lecturas evitará que nos ocurra el caso del señor que vivía en la casa de la bombilla verde, quien de las risas y cantos de los jóvenes regresó al sueño de inventar una vanguardia lo suficientemente sólida como para convencer a los dueños del mundo su derecho a pasar a la posteridad, ya no como un joven prometedor sino como verdadero golden boy, enfant terrible, príncipe del sintagma, etcétera, y nos dará la templanza para no dejarnos llevar por la emoción de ver a los niños haciendo destrozos a la tradición literaria, orinándose sobre los conceptos que no quisimos nosotros mancillar, no por faltas de ganas y competencia, sino porque alcanzamos a comprender que Rimbaud nos exigió la terrible necesidad de ser modernos para después largarse al fin del mundo a guardar silencio.
Ser leyenda y fosa común al mismo tiempo es un malditismo innecesario, especialmente cuando el dolor llega con la seriedad habitual para obligarnos a cambiar de planes. Después de todo, la sabiduría de los guionistas de Bob Esponja lo ponen claro en la escena donde dos musculosos sostienen un diálogo sobre sus niveles de rudeza.
Un poco del negativismo de F. G. Steiner (“No nos quedan más comienzos”) sería suficiente para calmar y, con el tiempo, diluir esos pretenciosos bailes esquizoides que, de generación en generación, se repiten como el tiempo en el reloj. Veamos por ejemplo una de las vanguardias cocinadas en el horno de microondas del siglo 21.
La poesía Flarf, en lengua inglesa, tiene su nacimiento convencional en marzo del 2001. Sus características, en el sentido de marcar diferencias con otro tipo de escritos poéticos, son principalmente el uso de internet y sus buscadores, así como la combinación de palabras y frases disponibles en la red.
La distingue además su desenfado, la búsqueda consciente de lo pésimo como valor estético. Caso emblemático es el poema flarf “Directory”, del chavorruco Robert Fitterman, compuesto solo con nombres y siglas de empresas famosas en el mercado anglosajón. También echan mano de otros viejos recursos vanguardistas tales como el uso de imágenes y ciertos coqueteos con los epigramas.
Sin embargo, entendido como un movimiento al calce del humor negro que intenta burlarse, cual típico trol, de los valores clásicos de la poesía, la idea no tiene ninguna novedad. Para los entendidos en la cultura pop mexicana será fácil ubicar el segmento del cómico Alejandro Suárez “La palabra canta”, donde se hizo parodia de la indumentaria del maestro Juan José Arreola, quien solía vestir de capa y sombrero de copa. Suárez recitaba chistes malos imitando la entonación grave y fuerte adoptada por muchos poetas, para terminar en un baile loco y desarticulado.
Y bien, tampoco la idea de recortar frases de internet y agruparlas en un texto “nuevo” guarda novedad alguna. No es necesario recordar aquí a detalle esta idea dadaísta del siglo pasado. Aquí lo extravagante radica en la atención que la poesía flarf recibió de la prestigiosa revista Poetry, de la fundación del mismo nombre, cuya existencia se debe a la razón de: “descubrir y celebrar la mejor poesía y comunicarla a la mayor audiencia posible”.
Empero, el artículo titulado “Flarf is Dionysus. Conceptual Writing is Apollo”, escrito por Kenneth Goldsmith apareció en 2009; esto es, ocho años después de iniciado el movimiento. Un periodo amplio que fácilmente puede abarcar el nacimiento y muerte de cualquier vanguardia. De manera que no estaría alejado de la realidad intuir que en dicho artículo se trató de hacer el registro arqueológico justo en el momento en que pueden observarse sin dificultad las trayectorias finales de sus fundadores.
Así que nos permitiremos usar ese viejo lugar común “nada nuevo bajo el sol” y, como el señor de la casa de la bombilla verde, apreciamos mantener la capacidad de asombro ante los ímpetus creadores de los jóvenes que, finalmente, nunca dejarán de intentar romper las formas que los anteceden.
Allí tienen a Ezra Pound, quien fue joven alguna vez, pero no fue sino hasta su mediana edad cuando publicó su ensayo “Make it New”. Hazlo nuevo, oséase, humildemente, renueva. Los Cantos de Pound tratan lo mismo que los libros de Homero, Dante, Confucio y sus discípulos, así como otros tantos autores de historia, filosofía, religión y demás disciplinas del saber humano, todas ellas del pasado. Vaya, vaya.