Amargura dulce

Arturo Cruz Guzmán

El encierro en casa hizo crisis en el ánimo. No quería sentirme encerrado más tiempo. Lo primero que se me ocurrió fue salir al nuevo Andador Alcalde. Entré a una cafetería que, para mi fortuna, encontré abierta.

Llamé al Dogor, también estaba desempleado, quería platicar con él, como hacíamos antes: disfrutando de un café expreso. Hacía tiempo que no nos reuníamos. Esa vez mi amigo no tardó en llegar, venía con el rostro semioculto por un cubrebocas negro. 

—Escogiste un buen lugar para reunirnos, me gusta —dijo el Dogor con su figura oronda al llegar al lugar del encuentro amistoso. 

—Cambió el paisaje urbano, antes, esta pinche avenida estaba del asco. 

—Sí, estamos de acuerdo: el cambio fue formidable, sobre todo para los de a pie y para los de bicicleta —le dije saludándolo con el puño, ofreciéndole una silla y un poco de mi gel antibacterial.

Ni el Dogor ni yo imaginamos el local de renta de trajes convertido en cafetería, ni  la avenida con más tráfico de Guadalajara, transformada en un andador lleno de árboles, con personas caminado tranquilas por lo que fue un arroyo lleno de vehículos de motor, ruido y humo.

—Espero que también te haya gustado el diseño de los espacios abiertos, el mobiliario urbano: con ciclovías, fuentes, bancas y mesas formando lugares de encuentro y convivencia —dije presumiendo la jerga de urbanista.

 —¡Qué agradables vistas!, ¿no? Algo parecido a la avenida Chapultepec, pero corregida y aumentada.

—Quiero que sepas, mi buen Larini, que yo, podría ser el cronista de esta avenida; tengo muchas historias para contar de lugares y sucesos a lo largo de ella —dijo el Dogor con nostalgia mirando desde el lugar que escogí para sentarnos a conversar; desde ahí veíamos el andador y las fachadas cincuenteras de la acera poniente de la avenida.

—Desde que llegué, comencé a recordar los años de nuestras caminatas por la avenida acompañando a nuestras novias —en aquel tiempo, maestras en ciernes─ desde la salida de la Normal, hasta el centro para luego tomar el camión a nuestras casas. Se nos hacía poca cosa la caminada para disfrutar la ruta en su compañía ¿te acuerdas, mi cabrón? —le dije a mi amigo. Ambos sonreímos durante el vuelo de nuestra imaginación. 

—Pinche Larini, cómo no acordarme de ese tiempo. Sobre todo del día que alguien de la sociedad de alumnos de la Escuela Normal metió a tocar a la Fachada de Piedra al auditorio. ¡No mames, cabrón, fue un shock para la raza! Nuestras parejas estaban impresionadas por escuchar allí música de rock: como aquella versión de superstiton de Steve Wonder interpretada con maestría por el guitarrista Miguel Ochoa. Recuerdo muy bien cómo se cimbraban el auditorio, los pasillos y aulas del edificio donde estaban acostumbrados a la tranquilidad de un monasterio cartujo, a la música folclórica de la estudiantina o del grupo de danza regional. ¡El rock se escuchaba hasta el edificio de la pinche FEG

Reímos a carcajadas al recordar la anécdota del Dogor y las reacciones de prefectas, docentes y alumnos. Nuestras risas llamaron la atención de los empleados, únicos presentes esa mañana de inicio de año.

—El concierto lo disfrutamos sólo unos pocos: tú y yo, los músicos y cien personas más. ¿Y nuestras “maestras,” güey? ¿Las recuerdas? —pregunté al Dogor

—Por supuesto, estaban sorprendidas, ellas sólo escuchaban a Roberto Carlos y a grupos románticos y fresones de la radio. Nunca se imaginaron escuchar una tocada de aquellas en su escuela.

La mesera nos dejó las cartas para ordenar lo que quisiéramos para el desayuno. Mi frondoso amigo —como acostumbra hacerlo— revisó mejor a la mesera que al menú, lo hacía con descaro y sin importarle las consecuencias.

—Pinche Dogor, se nota que no te ha ido bien en el encierro —le dije.

—Ya me harté de quedarme en la casa… esa es una. La otra, me decepcionó ver en las noticias que la gente no usaba correctamente el cubrebocas, ni guardaba la sana distancia en las calles. Pienso que por su culpa no he salido. Me encabrona que muchos no ayudan a disminuir los contagios, ni a evitar que mueran más personas —dijo muy decepcionado.

—Y lo peor es que de paso nos impiden reunirnos. Oye, güey ¿cuándo crees que será posible salir a bailar con nuestras parejas? —le pregunté

—Creo que está lejos la fecha. Será, tal vez, hasta que pase esta pandemia, hasta que haya vacunas. Me cuesta mucho esfuerzo soportar los fines de semana sin ir a bailar. 

Tomaba a mí bebida aún caliente, cuando observé al rostro serio de mi amigo: sus ojos expresaban una mirada insólita, como dolida. Titubeo unos segundos para manifestar sus sentimientos:

—¿Sabes qué, Larini?, estuve enfermo, me hospitalizaron. 

—¡No la chingues! ¿Por qué no me avisaste? Somos amigos.

—No quise decirte para no estresarte más. Con la pandemia tienes.

—¿Qué te pasó? Debió ser algo de gravedad para enviarte al hospital.

—Me mocharon una pata…por culpa de la diabetes —dijo con una profunda tristeza en aquellas lacónicas frases. 

Tomo aire en un suspiro profundo e intentó expresarme con premura la tragedia que estaba viviendo:

─Bueno, fue por mi culpa, por mi forma de comer. Estoy trabajando en eso. Tengo miedo de morir, te lo confieso. Hoy sé que los diabéticos estamos entre los más vulnerables al virus.

La mesera interrumpió para preguntar si ya íbamos a ordenar. 

Yo me adelante a pedir enchiladas de pollo en salsa verde, ensalada fresca y la segunda taza de aromático café expreso. Mi compañero —olvidándose del tema que tratábamos segundos antes— dijo a la mesera, mirándola con lascivia y en su tono de seductor malogrado: “Tráigame lo mismo que a él; por favor. Todo se ve muy rico… él y yo tenemos los mismo gustos…” 

Retomé el tema de la conversación para disimular lo que para él era un intento de coquetear con la joven mesera, pero para mí, en realidad, era un acoso:

—Eso de la amputación sí que es doloroso. Me duele saber de esa pérdida, te lo digo con sinceridad, créemelo.

—Sí, lo sé, mi Larini. Gracias —dijo mi amigo dándome una palmada en el hombro.

—Cuando llegaste, no se notaba que te faltara tu pie.

—Traigo puesta mi prótesis. Llevo una buena rehabilitación física y varias terapias más.

El Dogor miró un poco hacia la calle pensando en lo que iba a decirme. 

Se notaban las ganas, la urgencia por hablar.

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