NUMANCIA

Héctor Ortiz Martínez

Salba

Correo: hecthortiz@gmail.com

Caerán las murallas del cuerpo sitiado,

no importan las lanzas que deban partirse

en mudo fragor, calor de batalla, solitario esplendor.

Son ensayos, cada una de ellas, de la victoria pírrica

que ya gesta en mis dedos. Impacientes,

dominan su canto excavando el cabello,

ahondando en el ser. Por fin, escurren las lunas,

agobiadas—¿por el canto, el temor? —, insalubres.

Caerán, ya lo he visto, en horrido esténtor.

Áridas fuentes, cítricos en flor, mañanas de cobre,

y un nombre a media voz.

Sangrantes los belfos, cadáver desde ayer,

empuña sus promesas. Demiurgos le advierten

que, deslumbrados por la técnica de la infantería,

desmayarán el puente herido por la llama, la mía.

Sucumbirán, anegado el azul por la sombra

del interior de la lengua. El secreto del interior

por la puñalada de vientre. Será, todo, o nada.

VOYEUR

Aun no quiero saber, qué me gusta más; la inocencia

tras tus engranes ávidos, dejando al descubierto de a poco,

enigmas formados en eones incalculables, para ofrecer

sus propias bestias de arena y granito, montadas con astillas

de ti.

O la forma animal, casi salvaje con que crece una hoja

–de mandarina—, en el alero de mi cornisa. Que descaro

del tallo penetrando la sorprendida tierra, sus gemidos cítricos

reptando a las narices de todo mundo, cada que son regados

por mí.

Si el caminar ausente por los bloques de lo que fue tu piel,

llevar a la boca los vástagos que arrancaron de tus entrañas

con una caricia de metal aún adivinada en su tímida acidez,

colgarse del cuello, enzarzar anillos con coloridos tumores

de ti.

O la ausencia del perro que devoras en el patio,

la forma que le das al tiempo que se estrella en el firmamento,

la forma suave, casi maternal con que prometes

por las larvas que pululan en mi plato, lo que ha de quedar,

de mí.

Pequeños coleópteros de pinzas virtuales,

que extrañan el sabor de un mar que jamás han visto

y, por razones utópicas creen hallarlo en madrugadas,

recortado en un disco con el color del panal,

este, también adivinado por la miel que escurre

desde los estantes al desayuno que no comieron,

y que se yergue, en el dulce horizonte.

Ahondan en las venas colapsadas,

(otrora olorosas a tierra excitada y ágiles pulsos)

del titánico cadáver, antes poema, de la ciudad que despierta.

Ávidos, se engolosinan del putrefacto festín.

Evasivos, desandan errores concéntricos.

Terribles, amputan con su minúscula presencia

miembros que prometieron ser eternos,

y agitan embebidos de poder, una nueva autoridad:

son ahora sus corredores, las viejas fraguas

que se erguían, en el imbatible horizonte.

Escarban hacia la promesa de lo sustentable

buscando no sé qué Helena de suaves caderas,

que otro disfrutará, pero mezclado con el sudor de sus esfuerzos.

Y aunque algunos caigan, pobres, por la ira febril

de hados cegados e impuntuales deidades,

en su mirada mientras marchan a la muerte,

relumbra inocente un (inútil) reclamo civil:

son suyas las plazas, las calles, los barrios,

que hoy son secuestrados, más no por ello olvidados,

y que se retomarán, auguran, en el ansiado horizonte.

Hace mucho que los antiguos dioses,

no acuden al socorro de sus huesos al partirse.

Hace mucho que son válidos los cantos de las sirenas,

pero avanzad, pequeños insectos bípedos,

ya que,

¿cuándo se vio un arrabal sin amor?

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