Medio de construcción

Lo decía ella, la viva

[Primera parte]

Víctor Manuel Pazarín

Foto: Fernando Pérez González

1] LA CLARIDAD

Mi madre —pueblerina y aldeana como yo—, solía decir con frecuencia ante cualquier circunstancia: “Lo claro es lo decente”; algo que no he olvidado nunca y he intentado aplicar en mi vida y en mi escritura, no siempre con acierto.

2] MI PRIMERA VISIÓN DE ELLOS

Mi padre y mi madre no siempre se llevaron bien, pero nos dieron la vida y los principios que tuvieron a la mano…; sin embargo no es lo que quiero decir en realidad en este instante. Si no otra cosa.

Me intriga ahora —y es lo que trato de recordar, de desentrañar (y decir), y aquí se entretejen sus historias— es: ¿a quién fue al que vi por vez primera en mi vida? Trato en vano de recordarlo y no me alcanza la memoria. Los recuerdo, sí. Están vivos. Mas ¿cuándo fue?, ¿en qué tiempo y en qué año es cuando supe de sus existencias?

¿Cuál es mi primera visión que tengo de ellos?

Quizás nunca lo sepa.

3] UNA LLAMITA

Hace unos días, cuando mi madre acababa de morir, encendí una llamita en su memoria. Eso me llevó a un recuerdo.

Mi madre contaba que al morir mi abuela (esto quizás fue en mil novecientos cincuenta y nueve), ella encendió una veladora cerca de la puerta que daba a la cocina y luego al corral. Y una noche, cuando dormía, de pronto tuvo una revelación: a través de la puerta, que estaba atrancada, vio de pronto una luminosa sombra aparecer. Y que ella, al sentir eso, medio se levantó. Y fue que, junto a ella, estaba su madre. O el ánima de su madre.

—¿Mamá, qué haces aquí, tú ya estás muerta?… —le dijo.

—Sí, hija, estoy muerta —dice mi madre que le respondió—; pero aún estoy en el purgatorio, me quedó un pendiente y aún no me voy al cielo.

Le tocó su hombro y le dijo mi abuela a mi madre:

—Hija, vine para decirte que te había comprado unos aretes que ya no te pude dar…

Y le indicó que fuera a su casa y que mero debajo de su petaquilla, bajo su ropa, estaba una bolsita con los aretes. Que fuera por ellos. Que no tardara en ir, porque de eso dependía que la dejaran entrar al cielo.

Y volvió a tocarla, ahora en su brazo.

Mi madre —nos narró—, sintió su mano y le dijo:

—Sí, iré mañana. Pero me gustaría que te quedaras…

—No puedo, hija, debo irme. Sólo me dieron permiso de regresar para decirte eso.

Y entonces la sombra dio media vuelta. Y caminó hacia la puerta cerrada, donde ni la flama de la veladora dejó ver su rostro. Ya en la puerta, mi abuela levantó su mano y se despidió. Cruzó a través de la puerta y desapareció.

Entonces, nos dijo mi madre, la viva, que comenzó a sentir muy frío su brazo. Y temblores. Y escalofríos. Enfermó.

Cuando ya se compuso su salud fue a la casa de mi abuela. Les contó a sus tres hermanos lo ocurrido. No le creyeron: la acusaron de querer robar las cosas de la abuela; y ella insistió y dio los detalles.

Los tíos fueron al cuarto de mi abuela. Abrieron la petaquilla. Y tal como mi abuela le había descrito a mi madre encontraron la ropa y el sobre con los aretes.

Entonces los tíos le entregaron el sobre.

Mi madre, después de eso, nunca volvió ni siquiera a soñar a su madre, mi abuela.

Ahora ya están reunidas otra vez.

4] ALLÍ FUE MUY FELIZ

Mi madre recordaba siempre dos lugares. El Manzanillo, una aldea que tal vez ya no exista, y que pertenecía a San Gabriel. Muy cercana, pegada a ese poblado serrano del sur de Jalisco. Y el otro era Ixtlán del Río, en el nayar.

Ella contaba historias de Ixtlán del Río, donde vivió de niña con sus padres y hermanos. Yo supongo que allí fue muy feliz. Lo digo porque cuando hablaba de ese lugar sus ojos brillaban de una manera especial. En todo caso ella fue muy feliz en ese pueblo; yo no lo conozco, pero sí San Gabriel. A Zapotlán, donde vivió toda su vida, llegó muy jovencita. Y ella recordaba una casa en una calle que siempre fue y ha sido mítica para mí. Cerca del Santuario de Guadalupe, y a unos pasos del Estadio Santa Rosa. Si no recuerdo mal se llama Mier y Terán. Es una cuadra larga y estrecha. La recuerdo empedrada y llena de sol…

Allí vivió mi madre, la niña. Cuando ya esté bien mi salud y este mal se calme iré a Zapotlán y me cubriré los ojos: me gustaría que el corazón me indicara cuál fue la casa donde vivió con sus padres y hermanos al llegar al pueblo.

5] LA FAMILIA DE MI MADRE Y UNA HISTORIA

Mi madre, María Guadalupe Palafox Solano, fue hija de Domitila y Prisciliano, ambos oriundos de San Gabriel. Tuvo cuatro hermanos: Filemón, Efrén, Elpidio y una hermana: Teresa, quien murió a temprana edad.

Mis abuelos sufrieron la Guerra Cristera y tengo la noción de que mi abuelo mismo fue cristero; pero esa historia la narro otro día: voy a contar ahora lo de la hermana menor de mi madre. A recordar lo que ella nos dijo…

Una tarde —supongo que en San Gabriel—, su hermanita se paseaba en un columpio. El columpio estaba en un árbol muy grande, cerca de un arroyo. Se balanceaba y de pronto se soltó: dejó de tomar las sogas. Y cuando se elevaba salió expulsada hacia el viento, hacia el vacío. Y cayó sobre unas piedras. De esa caída, que resultó grave, nunca se recuperó. Y a las pocas semanas murió. Pero en la memoria de mi madre nunca dejó de existir: ella contaba esa historia con vivacidad y emoción y lágrimas. De algún modo la niña se eternizó. Y en su memoria mi madre nombró a mi hermana mayor con su nombre.

Pero la niña del columpio, murió, al igual que han muerto todos los hermanos de mi madre. Y ahora ella, mi madre, también ha muerto; pero sigue en la memoria familiar. Perdurará, porque nadie muere del todo si es recordado. Como ocurrió con Teresita, que vivió por muchos años en la memoria de mi madre.

Y ahora en la mía.

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