Maty, la viajera

Manuel Amador Huerta

Email: manuelamador3690@gmail.com

Que el perro es un animal que, a partir de su domesticación, debe obediencia y fidelidad incondicionales al hombre, a Maty le viene holgado.  La protagonista del presente relato es ajena por completo a conceptos como autoridad o roles jerárquicos.

Ella se manda sola.

Se lo comenté a mi padre, en una de las paradas que hicimos para comer y beber algo, durante el viaje a bordo de su camioneta por medio país. No exagero: 1,800 kilómetros del Estado de México a Sonora, distribuyéndolos en dos jornadas, cada una de entre 10 y 12 horas, para poder al fin llegar a nuestro destino, maltrechos y apestosos. La vuelta, diez días después, en idénticas condiciones. El viaje debía ser en automóvil, de manera obligada por aciagas circunstancias, que tal vez sean especificadas después.

En esa escala mi padre abrió una de las puertas traseras de su camioneta, invitando a Maty a bajar para que caminara y bebiera agua. Llevábamos algo así como seis horas en la carretera. Maty jamás había hecho un viaje tan largo. Ella podría y de hecho debería, según la lógica de mi padre, respaldada en la experiencia acumulada por el resto de la humanidad, satisfacer sus urgencias fisiológicas básicas, incluidas las de alimentación e hidratación. Desconcertado, con un recipiente de plástico en la mano, en el cual depositábamos el agua para que Maty bebiera, observó cómo ella sólo bajaba durante unos cuantos segundos, giraba sobre su propio eje y volvía a subir a la camioneta, como si con ello tratara de apresurarnos a seguir con nuestra marcha. Te lo dije; Maty se manda sola, repetí, divertido. Él tuvo que lanzar una risa condescendiente y decirle, resignado: está bien; ahí se queda tu agua y tus croquetas, para cuando se te antojen, chamaquita.

La camioneta, muy amplia, en el camino de ida estaba sobrada de espacio. Mi padre y yo nos alternábamos para conducir, aunque durante el primer día él hizo gran parte del trayecto al volante. Al parecer, no confiaba demasiado en mis habilidades como conductor, idea que yo alimenté sin darme cuenta, al decirle en más de una ocasión que odio llevar el mando cuando el viaje es por carretera, porque de esa manera me privo del disfrute que implica la contemplación del paisaje. En uno de los asientos traseros, César, mi sobrino, que durmió muy poco durante el trayecto. Este hecho me sorprendió un poco; pensé que casi todo el camino iría sumergido en sus sueños de conquistar al mundo como jugador profesional de videojuegos, pero no fue así. Tenía sus buenas razones, según me dijo después: quería estar bien despierto por si su abuelo o su tío (es decir, este que narra) decidían quedarse dormidos mientras conducían. Él podría entonces hacer el papel de héroe, dando un ágil volantazo, cruzando su cuerpo por encima de nuestros respaldos, o bien, en un caso más dramático, ver con toda claridad cuando la muerte estuviera a punto de arrebartarle la posibilidad de seguir conquistando muchachitas. Quién sabe de dónde habrá tomado ese ejemplo. El resto de asientos se quedaron vacíos: cuatro lugares disponibles, pues, aunque llevamos la camita de Maty y la pusimos en el asiento más próximo a César, ella decidió que no, que ese lugar no le gustaba para hacer un viaje tan largo, y se fue, a ratos sobre mis piernas, cuando me tocaba hacer de copiloto, a veces sobre las de mi padre, cuando intercambiábamos papeles, o sobre el regazo de César, si a ella se le pegaba la gana irse a la parte trasera. Sé bien que esto denota una falta de conciencia vial, y que los perros, por pequeños que sean, deben viajar en la parte posterior de los automóviles. Eso lo sabe cualquiera, creo incluso que Maty lo sabe, pero, como todas las demás cosas que no debe hacer, esta también le tiene sin el menor cuidado.

En Sonora, Maty conoció a Joshy, el perro “guardián” de la casa de mi padre, que le triplica en tamaño y le cuadriplica en peso, y, aunque al principio pareció intimidada ante la preponderancia física de aquél, no se amilanó, sino al contrario: después de sufrir la natural hostilidad por parte del cuadrúpedo lanudo, el cual ladró lo más fuerte que pudo al verla llegar, lo agarró a bofetadas con una de sus patas delanteras, costumbre que adquirió con impactante naturalidad gracias a la convivencia con Harley, la maltesa juguetona que hace compañía a Vanessa, mi sobrina. Joshy al principio pareció no comprender nada, luego le devolvió una bofetada. Maty vino con su mirada acusatoria a exigir mi inmediata intervención. El naciente conflicto entre los peludos representó apenas una distracción, ya que Joshy echaba a correr al fondo de la casa cada que yo me ponía de pie, así que Maty adquirió enseguida el rol de impartidora de justicia canina, siempre con saldo a su favor, desde luego.

A la vuelta, la historia casi se repitió con exactitud, a no ser porque ahora la camioneta venía rebosante de mil cosas que trajimos a la casa de mi padre acá, en el Estado de México.

Entonces Maty encontró mejor acomodo, ya sobre las maletas, ya sobre un horno de microondas que estaba encima de un montón de cobijas; sin faltar, desde luego, los momentos en que se le antojaba montarse sobre las piernas de alguno de nosotros para que le acariciáramos el lomito.

Durante los trayectos, tanto de ida como de vuelta, comió muy pocas croquetas. Tampoco aceptaba nada de lo que le dábamos, de entre los alimentos que consumíamos nosotros. Ni taco, ni galleta, ni nada. Por un momento me preocupó esa actitud: pensé que había enfermado, o que el viaje le resultaba tan pesado que su cuerpo estaba manifestando una incapacidad de adaptación a los cambios climáticos y de entorno en general. Pero no. Solo estaba administrando el hambre. Cuando llegamos a cada una de las bases, es decir, a Sonora, y de vuelta al Estado de México, sus cinco kilos y pico parecían haber adquirido capacidades de consumo iguales o superiores a los de un animal de diez kilos o más. Devoró todo cuanto se le puso enfrente. Tanto así, que, al hacer nuestro triunfal regreso a casa, todos se sorprendieron al encontrar a una Maty mucho más robusta de la que emprendió el camino de ida. Ella se puso muy contenta de volver a estar con Vanessa e incluso con mi hermana Ivonne, que nunca había sido santo de su devoción. El colmo: contuvo los gruñidos hacia Harley cuando esta se acercó, fiel a su costumbre, a darme tal cantidad de besos, que, como siempre, me hizo sentir vícitima de acoso perruno.

Esa noche Maty durmió a pierna suelta, lo cual no ocurrió durante toda nuestra expedición. Al parecer, asumió que en tierras extrañas debía mantenerse alerta para cuidar de nosotros. En casa, todo cambia: que cada uno se cuide como pueda: Maty quiere dormir.

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